Nacionales – La otra dura cara de la moneda

Los Espuelazos
Si alguien me dijera que nunca, al menos desde el fin de nuestras guerras civiles, hubo una época en la que fuera tan difícil ser venezolano, no diría para nada que esa persona exagera. El ya fallecido Asdrúbal Baptista, uno de los economistas más conspicuos que ha dado el país, estimó que, durante la década de 1860, que abarcó la gran mayoría de ese baño de sangre llamado Guerra Federal, el producto interno bruto de Venezuela se contrajo 32 %. Considerablemente menos que lo ocurrido durante lo peor de la crisis desatada en 2014.
Recuerdo toda la mofa que produjo aquel “Me iría demasiado” en el cortometraje Caracas, ciudad de despedidas, cuando pocos sospechaban la magnitud del desplome en la calidad de vida por venir. Resulta que millones de compatriotas optaron por “irse demasiado”. Ya que por estos días se conmemoró el natalicio de Bolívar, digamos que, hasta cierto punto muchos de esos venezolanos le siguieron los pasos al Ejército Libertador, pero no para liberar otras tierras, sino para liberarse ellos mismos de la pobreza extrema en casa. Así, cruzaron a pie las nieves de los Andes y las arenas de Atacama, quizá en algunos casos pasando cerca de donde se pelearon las batallas de Boyacá, Pichincha, Junín y Ayacucho. Otros no optaron por transitar el Tahuantinsuyo de punta a punta. Miraron hacia el norte y se arriesgaron a adentrarse en el Darién, la selva que, como la Canaima de Rómulo Gallegos, ha estado devorando hombres desde hace siglos (fue ahí donde se terminaron los días de François l’Olonnais, el bucanero galo que saqueó Maracaibo en 1666). Para estos, la meta era Estados Unidos, el país que, según la propaganda oficialista, era el culpable de los males que los llevaron a tomar la decisión migratoria. Ya ven cuán exitoso fue aquel mensaje.
Decenas de miles de guayaneses, orientales, llaneros, andinos, zulianos y demás llegaron a Norteamérica con la esperanza de ganarse la vida como en Venezuela se había vuelto imposible y, tal vez, cumplir el American dream que tanto se ha vendido en productos culturales estadounidenses como parte de un ejercicio de “poder suave”. Donald Trump, por supuesto, tenía otros planes. Desde su regreso a la Casa Blanca, las palabras “vuelo de repatriación” se han vuelto una constante en el panorama noticioso venezolano.
A los deportados que corrieron con más suerte los montaron en un avión con rumbo directo a Maiquetía. Dos centenares y medio, en cambio, hicieron una escala de cuatro meses en El Salvador, república que ya no sé si califica como tal, pues ahora parece más un proveedor privado de servicios penitenciarios cuyo CEO y principal accionista es el señor Nayib Bukele. Washington pagó por el alojamiento de todos en el Hotel Cecot (no precisamente de cinco estrellas), hasta que una negociación con Miraflores permitió que volvieran a Venezuela.
Obviemos los casos verificados de venezolanos con pasado criminal, que constituyen una ínfima minoría de aquel grupo. Pensemos en los que solo querían otra oportunidad, luego de perderlo todo en Venezuela injustamente y que, en el peor de los casos, cometieron una falta administrativa menor al entrar a Estados Unidos sin permiso. Mientras estuvieron encerrados y vejados en las mazmorras del miserable Bukele, no dudo que muchos se preguntaron, con bastante razón, ¿por qué? ¿Qué hacían ahí? ¿Merecían semejante trance? Pensemos ahora en otros, radicados en Perú o Chile, que rutinariamente tienen que ver cómo algunos de los nativos denigran de ellos con tono asombrosamente visceral, señalándolos, con todo prejuicio, de ser indeseables y hasta una amenaza.
Sirvan estas experiencias nefastas de ejemplo para la otra cara de la moneda que es el conjunto de tribulaciones inmensas de la venezolanidad contemporánea. Y es que, justo cuando millones decidieron probar suerte en otras latitudes por lo dura que se ha vuelto la vida en la nación propia, ocurrió un estallido de aversión a los inmigrantes en un sinnúmero de países. Muy rara vez se trata de inquietudes razonables, como temor a que los servicios públicos que atienden a poblaciones vulnerables no se den abasto. Se trata más bien, por lo general, de actitudes irracionales. Es decir, una fobia. Xenofobia. Un conjunto de juicios a priori que dictan que el inmigrante es siempre o casi siempre algo que debe ser visto con miedo y rabia. Una expresión más de lo que Zygmunt Bauman llamó, imitando a modo crítico el pensamiento peyorativo del “hombre-masa” simplista y prejuicioso, rechazo a los “babosos extraños”. El rechazo radical al “Otro” (así, con “o” mayúscula lacaniana), al distinto por cómo se ve o cómo se comporta o cuáles son sus creencias o valores, es el zeitgeist de nuestra era (la polarización dentro de sociedades como España o Estados Unidos es, a propósito, otra muestra). El más grande de todos los descontentos de la posmodernidad. Millones de personas exigen revertir las libertades de la globalización, incluyendo el flujo de personas, para así refugiarse en una sensación solipsista y huraña de seguridad.
Me atrevería a decir que pocos fenómenos están movilizando tanto a la gente políticamente en los países que están recibiendo cantidades grandes de migrantes. Se puede argumentar varias razones por las que sucede justo ahora: sensación de que se vive en un mundo con recursos más limitados por un costo de la vida que ha subido más rápido que los salarios, algoritmos de redes sociales que bombardean a los usuarios con contenido escandaloso sobre inmigrantes, aunque el mismo solo refleje tendencias muy minoritarias, búsqueda de sentido de comunidad y pertenencia mediante la patriotería, etc. Como sea, cada vez me cuesta más creer que pueda revertirse con facilidad. No soy el único. En esos países, partidos políticos que antes tuvieron actitudes indiferentes o hasta entusiastas hacia la inmigración, ahora se comprometen a restringirla considerablemente. Saben que, si no lo hacen, los partidos más xenofóbicos, que además suelen ser más extremistas en otros ámbitos, los van a desplazar por ser vistos como los únicos que atienden una inquietud mayúscula de las masas.
Desde luego, a los venezolanos nos duele más cuando somos los afectados. Pero realmente no hay nada personal en nuestra contra. Somos una gran comunidad migrante más, en un mundo que se volvió hostil a esas comunidades. Lo vemos en Estados Unidos, aparte de nuestro caso, con el de los haitianos. Lo vemos con el de los magrebíes en España. Lo vemos con las personas del África subsahariana en Francia. Lo vemos con los paquistaníes en el Reino Unido. Lo vemos con los sirios en Alemania. Y así.
He visto a muchos venezolanos denunciar la xenofobia recordando que Venezuela siempre fue una tierra de puertas abiertas al extranjero. Es verdad. En el siglo XIX se radicaron aquí ingleses y alemanes, algunos de los cuales fundaron dinastías empresariales que hoy perduran: los Boulton, los Blohm, los Zingg, los Vollmer. Árabes, sobre todo sirios y libaneses, también echaron raíces aquí desde tiempos tempranos. Judíos escaparon del Holocausto viniendo a Venezuela. A mediados de la centuria pasada, fueron los españoles, italianos y portugueses espantados por la pobreza que entonces embargaba sus países. En los años 70, argentinos, chilenos y uruguayos que huían de las dictaduras militares del Cono Sur. En la década siguiente, colombianos desplazados por el baño de sangre desatado en la Nueva Granada. Con estos últimos hubo cierto prejuicio en parte de los venezolanos, que los asociaban con pobreza y crimen. Pero no una discriminación institucionalizada desde el Estado, como se ve hoy en algunos casos contra migrantes venezolanos.
Entiendo a los compatriotas que esperan que las tierras de origen de nuestros propios inmigrantes sean agradecidas y nos devuelvan el favor con los venezolanos que hoy quieren instalarse allá. Es injusto que no lo hagan, sin duda. Pero así no los vamos a conmover hacia el cambio de opinión. Los tiempos, insisto, han cambiado. En la medida en que se prolongue en casa el statu quo que impulsa la migración en primer lugar, irse será una tentación para millones. La xenofobia, no obstante, garantiza que solo algunos lo lograrán. De manera que no nos queda más remedio que pensar en formas de recuperar nuestro propio país, para que más nunca un venezolano se sienta obligado a emigrar. Sé que esa no es una iniciativa para el ciudadano común, sino para la dirigencia opositora. Si la actual no encuentra cómo, pues habrá que esperar a que surja una nueva. Hasta entonces, tratemos de apoyarnos los unos a los otros. Los de adentro y los de afuera.
@AAAD25
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