Dijo Deco en su entrevista con Mundo Deportivo que es bonito que a Lamine Yamal lo comparen con Leo Messi. Son palabras mayores. El crack argentino empezó a despuntar más tarde que el chaval de Rocafonda pero cuando explotó, sentó de una tacada en un Gamper a Cannavaro y a Thuram, dos centrales de aquellos que no hacían prisioneros. Hasta a un sargento de hierro como Capello se le cayó la baba con aquel chico argentino que gambeteaba como el diablo de Tasmania sin que el balón se le separase un centímetro de su bota. Messi no empezó a marcar y a asistir tan pronto como Lamine, pero cuando se puso ya no paró. Ese es el espejo en el que debe mirarse el nuevo ídolo azulgrana: el de la tremenda regularidad de Leo, en el goteo salvaje de goles y asistencias que le dio al Barça partido tras partido. Ya fuese uno de Champions o un amistoso, Messi era siempre letal.

Como dijo Valdano, era Maradona todos los días. Pero Messi no sólo ha sido Diego a diario. También ha driblado como Garrincha, ha goleado como Pelé, ha asistido como Laudrup, ha hecho eslaloms como Cruyff, ha movido al equipo como Platini, ha tirado faltas mejor que Rivaldo y ha centrado mejor que el innombrable. Hasta ha marcado de penalti como Panenka. Sólo se le ha resistido el gol olímpico. Por clonar, hasta calcó dos goles legendarios de Maradona en México-86: el de la mano de Dios y aquel en que fue tumbando ingleses a diestro y siniestro. Es cierto, es bonito que a Lamine lo comparen con Messi, pero eso implica intentar emular cada día al mayor mito del fútbol. Un reto mayúsculo.