La Guerra Fría terminó según los términos de EE.UU., la posguerra fría no lo hará

«No habrá guerra, pero sí habrá una lucha por la paz tan intensa que no quedará piedra sobre piedra».
Este chiste de finales de la década de 1980 reflejaba con sarcasmo la confrontación internacional de entonces. La andanada ideológica retumbaba en el trasfondo de la mutua disuasión nuclear, ya saturada de misiles, intercalándose con ensayos indirectos de fuerza en la periferia. La ventana entre la ‘distensión’ (primera mitad de los setenta) y la ‘perestroika’ (segunda mitad de los ochenta) era incómoda, sobre todo considerando el factor personal en ambos lados de la delimitación político-militar.
El Kremlin envejecía junto con sus habitantes, cuya energía alcanzaba solo para mantener el statu quo. Y a la Casa Blanca llegó también un hombre no joven, pero descarado y seguro de sí mismo, un exactor de cine y gran aficionado a las bromas. Su prueba de voz en la radio, publicada supuestamente por accidente («Mis compatriotas estadounidenses, me complace anunciarles hoy que he firmado un decreto declarando a Rusia fuera de la ley para siempre. El bombardeo comenzará en 5 minutos», agosto de 1984), se convirtió involuntariamente en un reflejo del espíritu de la época.


La confrontación combinaba la tensión de estar permanentemente ‘alerta’, el dramatismo de choques locales con sus víctimas, en general, inútiles, y un considerable elemento de farsa propagandística, en la que se había degenerado un debate ideológico que alguna vez fue serio.
«La lucha por la paz» era el principal lema soviético. Y tenía una ambigüedad semántica que no se puede reproducir en la traducción. Se refería tanto a acciones para preservar la paz (como estado opuesto a la guerra) como al deseo de controlar el mundo (como sinónimo de la humanidad). Sin embargo, en ese momento no se tomaba en serio en ninguno de los sentidos, convirtiéndose en un simple cliché.
¿Por qué recordar esa época ahora? Porque, simplificando un poco, se puede decir que termina un período histórico que comenzó entonces. La mutua hostilidad desesperanzada en el último auge de la Guerra Fría fue reemplazada hace 40 años por el deseo de salir del callejón sin salida de la confrontación.
La carga resultaba cada vez más pesada para la URSS, y Estados Unidos, bastante desgastado por sus propias crisis de los setenta, también necesitaba una perspectiva positiva. La renovación de personal en las cúpulas soviéticas puso en marcha un proceso que se convirtió en el cambio más profundo en las relaciones internacionales desde la Segunda Guerra Mundial.


«La lucha por la paz» dio frutos en ambos sentidos. La amenaza militar disminuyó drásticamente. Y el control recayó en Estados Unidos y sus aliados, quienes construyeron un sistema internacional a su imagen y semejanza. «La lucha por la paz» vuelve a estar en la agenda en ambos sentidos. La amenaza militar es, como mínimo, tan grande como entonces. Tal vez incluso mayor. Y la cuestión del control sobre los turbulentos procesos mundiales vuelve a ser relevante, porque los líderes que tomaron el timón a principios de los noventa ya no logran manejar la situación.
En las reuniones entre los líderes estadounidenses y soviéticos, desde el otoño tardío de 1985 (Ginebra) hasta finales de 1989 (Malta), se forjaba un «nuevo orden mundial» tras la Guerra Fría. Como se descubrió después, las partes actuaban aparentemente de manera coordinada, pero el contenido que cada una atribuía al concepto era distinto. Incluso si al principio existía cierta visión similar, el rápido aumento de problemas internos en la URSS modificaba la relación de fuerzas y la capacidad de imponer sus propios términos, en su contra.


La reunión de Donald Trump y Vladímir Putin en Alaska en agosto pasado recordó, en cierto modo, las primeras cumbres de Ronald Reagan y Mijaíl Gorbachov en Ginebra y Reikiavik. Las partes comenzaron con el máximo grado de incomprensión mutua, considerando, no obstante, necesario continuar el diálogo.
De la chispa de confianza personal que surgió entre los líderes se encendió la llama del acercamiento diplomático. Hoy, el factor personal también es significativo: ambos presidentes se tratan con seriedad e interés, actuando en parte de manera intuitiva. No es correcto trazar analogías entre eventos separados por cuatro décadas y circunstancias internacionales completamente diferentes.


Lo único común es que nuevamente ha llegado el momento de reestructurar las relaciones, no solo entre Moscú y Washington, sino a nivel global.
Estructuralmente, esto es lo opuesto a lo que ocurrió a mediados de los años ochenta. Reagan y Gorbachov, en esencia, inauguraban la era del orden mundial liberal (aunque aún no sabían exactamente qué era). Trump y Putin la cierran. Es notable que la mentalidad de Reagan y de Trump está lejos de categorías de orden mundial.


Para ambos, EE.UU. es lo primero, y simplemente envuelven los intereses nacionales en una apariencia internacional. En cambio, para Gorbachov y Putin, la cuestión del orden mundial ocupa un lugar importante, parece crucial, incluso primordial para la realización de los intereses nacionales de sus países (esto, por supuesto, no significa que sus ideas sobre el orden correcto coincidan; más bien, son diametralmente opuestas).


Trump tomó de Reagan la idea de ‘paz mediante la fuerza’. Curiosamente, este lema también suena ambiguo en ruso: lograr un estado de paz mediante acumulación y, si es necesario, mediante el uso de la fuerza, o mantener la paz a regañadientes, contra la propia voluntad. Trump está obsesionado con obtener el Premio Nobel de la Paz. Por supuesto, es vanidad, pero también es la intención de fijar su método característico: presión por la fuerza, que no provoca, sino que termina guerras.
Reagan, que encaminó a Estados Unidos por la senda neoliberal y eliminó la división ideológica del mundo gracias al éxito en la Guerra Fría, se convirtió en el padre del globalismo. Aunque probablemente él mismo se sorprendería de tal caracterización. Trump, en cambio, reduce el globalismo y se enorgullece de ello. Sin embargo, Estados Unidos no cae en el aislacionismo, sino que intenta convertirse en un poderoso imán que atraiga beneficios de todas partes. Y para lograrlo, necesita un orden mundial correspondiente. Diferente, pero igualmente significativo.


Todavía no está claro qué resultará de todo esto. Es notable que, en un entorno completamente distinto y con actores fuertes e independientes (sobre todo China, pero no solo), el eje principal sigue siendo Moscú-Washington. Todo se ha acelerado; la guerra no es fría, y no habrá intervalos anuales entre reuniones de alto nivel, como hace 40 años. La continuación llegará mucho antes, de una u otra forma.
Si el proceso iniciado en Alaska continúa en el espíritu actual, el resultado será contrario al que produjo el proceso iniciado en Ginebra.
En el sentido de que entonces se trataba de poner fin a la Guerra Fría en los términos de Washington, y Reagan lo logró. Ahora se trata de cerrar el período posterior a la Guerra Fría, cuando Estados Unidos dominaba la arena mundial como líder global.
Es un desarrollo objetivo de los hechos; no comenzó hoy, pero ha alcanzado su cúspide. Y la demanda proviene, ante todo, de Estados Unidos, como en su momento la demanda principal de cambios provenía de la sociedad soviética. Con o sin fuerza, comienza un nuevo giro de la espiral histórica.
Por Fiódor Lukiánov, redactor jefe de Russia in Global Affairs y presidente del presídium del Consejo de Política Exterior y de Defensa de Rusia.
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